En La Carolina Country Golf, un barrio cerrado a minutos de Rosario, el silencio de los árboles prolijos y las calles pulidas no alcanza para ocultar una certeza incómoda: la inseguridad ya no distingue entre clases sociales ni promesas de exclusividad.
Esa noche, mientras muchas familias disfrutaban de su salida de fin de semana, dos casas fueron desvalijadas. Se llevaron dólares, euros, una notebook y hasta una pistola 9 milímetros con papeles en regla. Pero lo más grave no es lo robado: es la sensación —ya convertida en realidad— de que nadie está a salvo, ni siquiera pagando medio millón de pesos por mes en expensas, con la idea de estar protegidos.
David, uno de los vecinos, lo dijo con resignación pero sin resignarse: “Ya son diez robos en cuatro meses. Son muy precisos. Esperan que salgas, y te vacían la casa. En algunos casos, entraron con la familia adentro. Los maniataron”.
El dato hiela la sangre. Porque no se trata de un hecho aislado ni de una crónica policial más. Se trata de un patrón. Una mecánica que se repite con precisión quirúrgica. Y ante eso, la pregunta incómoda: ¿dónde está el Estado?
Vivimos en una época donde la palabra “country” solía sonar a refugio. Hoy suena a paradoja. Detrás de los portones eléctricos, las garitas, las cámaras y los guardias, se instala una verdad que incomoda: no hay blindaje cuando la política se desentiende, cuando las fuerzas de seguridad hacen de la vista gorda o, peor aún, forman parte del engranaje.
Esto no es solo un tema de ricos robados. Es el espejo de lo que le pasa a cualquier ciudadano que camina con miedo por su barrio, que duerme liviano, que no denuncia porque no cree en la respuesta del sistema.
Ya no se trata solo de reforzar la vigilancia. Se trata de que alguien dé la cara. De que el Estado —municipal, provincial, nacional— entienda que gobernar no es declamar seguridad, sino garantizarla. Y que la justicia, muchas veces, no necesita más leyes: necesita funcionar.
Porque cuando se naturaliza que te roben —en tu casa, en un country, en la calle— la sociedad entera empieza a perder algo más valioso que la plata: la esperanza.