En Santa Fe, la educación no colapsó de un día para el otro. Fue un derrumbe lento, metódico y, en gran parte, planificado. Los protagonistas fueron los mismos de siempre: los gobiernos que miraron para otro lado, y un sindicalismo que hace años dejó de representar a los docentes para pasar a representarse a sí mismo. O a su familia.
Rodrigo Alonso, titular de Amsafé, es hoy la cara visible de esa maquinaria. Bajo su conducción, el gremio más poderoso del sector educativo se volvió especialista en una tarea: resistir cualquier intento de cambio. Nada nuevo. Lo distinto esta vez es que los datos salieron a la luz.
La reciente Evaluación Santafesina de Lectura, realizada por el Ministerio de Educación, arrojó un resultado alarmante: solo 1 de cada 4 chicos de segundo grado comprende lo que lee. El resto, el 75%, no. No porque no puedan, sino porque el sistema, literalmente, no los está educando. El gobierno provincial lo llamó “catástrofe educativa”. Rodrigo Alonso, en cambio, eligió el camino de la negación. Dijo que los resultados eran bajos porque “los docentes que tomaron el examen no eran los de siempre”.
El argumento es tan endeble que roza la provocación. Pero si de docentes “que no son los de siempre” hablamos, hay un caso testigo que vale la pena destacar.
Esta semana, el ministro de Gobierno, Fabián Bastía, puso en palabras lo que muchos en el sistema saben pero nadie denuncia: “Hay familiares de dirigentes gremiales que hace más de 20 años no pisan un aula”. Uno de esos casos es el de María José, hermana del titular de Amsafé. Según datos oficiales, lleva dos décadas con licencia gremial, sin dar clases, pero cobrando como si lo hiciera. El cálculo estimado del costo para el Estado es impactante: más de dos millones de dólares en sueldos y aportes para reemplazar a Maria José.
Mientras tanto, los chicos sí tienen que adaptarse a docentes “que no son los de siempre”. Porque los de siempre, en algunos casos, hace rato que cambiaron el pizarrón por el bombo.

Durante años, Amsafé definió si las clases empezaban o no. Usó el paro como arma, no como último recurso. Presionó a gobiernos, aisló a quienes pensaban distinto y sostuvo estructuras que se perpetúan gracias a elecciones internas con escasa transparencia. En paralelo, colocó familiares en cargos del Estado, negoció beneficios personales y se blindó frente a cualquier intento de control.
El resultado está a la vista: una educación pública devastada, docentes honestos que cobran sueldos que no alcanzan, y chicos que no leen ni comprenden lo que leen. Todo en nombre de una representación gremial que, en los hechos, dejó hace rato de representar a quienes se esfuerzan todos los días en las aulas.
La docencia en Santa Fe está dividida. Por un lado, los que trabajan, enseñan y aguantan. Por otro, los que negocian, reparten y acumulan. Entre ambos mundos hay una brecha cada vez más profunda, que no se mide en paritarias, sino en futuro.
La pregunta es cuánto tiempo más la educación va a seguir siendo rehén de dirigentes que viven mejor que los ministros a los que critican. Y si alguna vez los verdaderos docentes —los de verdad— van a recuperar lo que les quitaron: dignidad, respeto, y voz.
En el mientras tanto, el gobierno de Maximiliano Pullaro encaró reformas desde el principio de su gestión: finalizó con la no-repitencia, creó un premio a la Asistencia Perfecta para los docentes que no faltan, puso en marcha un plan de infraestructura escolar en toda la provincia y, lo más importante para el caso, diseñó el Plan Raíz, para garantizar la alfabetización de los chicos en 1° y 2° de la primaria.